El nefasto Muro de Berlín, hace 59 años

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Alberto Amato

El epicentro de los años más duros de la Guerra Fría. Del alambre de púas al cemento armado: el triste día de hace 59 años en que nació el Muro de Berlín. Fue un 13 de agosto de 1961, en que una valla separó el Este del Oeste de esa ciudad de Alemania.

De pronto, al despuntar aquel domingo 13 de agosto de 1961, todo quedó del otro lado: del otro lado de la ciudad, del otro lado del mundo. Familias, amores, amistades, trabajos, futuro, bienes, libertades, esperanzas; todo quedó a uno o a otro lado de Berlín. Y los berlineses, hasta entonces separados pero unidos, también quedaron divididos.

Una gigantesca valla de alambres de púas extendidos en varias filas y a lo largo de cuarenta y cuatro kilómetros partió a la ciudad en dos: la frontera entre Berlín Oeste y Berlín del Este, hasta entonces invisible, se hizo infranqueable.

Lo llamaron el Muro de la Vergüenza, pero el mundo lo toleró durante veintiocho años y medio, y sólo aceptó derribarlo cuando la Unión Soviética empezó a descascararse en 1989: dejó de existir dos años después.

Berlín fue escenario de los años más duros de la Guerra Fría; sobre su piel se jugaron las cartas más audaces y riesgosas de aquel conflicto, que ni fue guerra ni fue frío; el dominio de la ciudad, bajo el mito que afirmaba que quien dominara Berlín dominaría Europa, fue hipótesis de conflicto, incluido el nuclear, entre las dos potencias surgidas de las cenizas europeas de la Segunda Guerra: Estados Unidos y la URSS.

El Muro alzó voces de protesta en todo el mundo, menos en el mundo comunista. En Occidente nunca se había visto algo semejante en tiempos de paz: que los habitantes de un país estuvieran impedidos para viajar a otra ciudad del mismo país, en el caso de Berlín, de viajar al barrio de al lado.

Alemania había quedado dividida en dos tras la guerra. Un sector Occidental y un sector Oriental. El Occidental era la República Federal de Alemania, el Oriental era un protectorado soviético revestido de un título pomposo e irónico: República Democrática de Alemania.

Enclavada en el Este, Berlín también estaba dividida en dos sectores: uno en manos de quienes habían sido aliados en la guerra (Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Canadá) y otro en manos soviéticas: para abastecer y proteger a Berlín Occidental, los aliados debían transitar territorio dominado por la URSS.

La brecha entre Este y Oeste

¿Por qué entonces se alzó aquel vallado terrible, y por qué Occidente lo toleró? Fue la economía, estúpido. Desde el final de la guerra en 1945, más de cuatro millones de alemanes habían dejado el sector oriental para instalarse en Alemania Occidental, entre ellos: 3.371 médicos (uno de cada cinco profesionales del Este) 16.724 maestros y 17.082 ingenieros y técnicos. En proporción, los números decían lo mismo entre Berlín del Este y del Oeste.

El flujo de berlineses que viajaban de uno a otro lado de aquella frontera tácita, previa al Muro, era incontable: ventajoso para algunos, fatal para otros.

El ingreso per cápita de los berlineses del Oeste era más del doble del que percibían los berlineses del Este. Los berlineses del Este que trabajaban en el Oeste, cobraban salarios más altos que sus pares que trabajaban en el sector oriental. Los productos, en especial los alimentos, eran más baratos en el Este, por lo que los berlineses occidentales pasaban al Este para comprar todo más barato y a costa de los soviéticos.

Todo esto enfurecía al Kremlin y al primer ministro, Nikita Khruschev, que planeó otorgar autonomía plena a Berlín y colocar la ciudad, entera, bajo la órbita soviética. Eso implicaba que las fuerzas aliadas tenían que marcharse. Era una oferta imposible de aceptar. Pero era también la única forma de detener la sangría económica y la emigración que provocaba el libre tránsito en Berlín.

En junio de 1961, dos meses antes del muro, Khruschev se encontró en Viena con el presidente de Estados Unidos, John Kennedy. Fue un encuentro áspero, duro, el único en el que se vieron las caras en lo que les quedaba de vida a cada uno.

Kennedy llegó a la capital de Austria con una recomendación del entonces presidente francés, Charles De Gaulle, al que había visitado días antes: “Khruschev le va a hablar de guerra. Si hace eso, usted levántese de la silla y váyase. Khruschev no quiere la guerra, quiere el escándalo”.

Cuando en Viena el líder soviético anunció la firma unilateral de un tratado de paz con Alemania del Este, que dejaba sin efecto el libre acceso aliado a Berlín, Kennedy se negó a aceptarlo. Khruschev dijo entonces que, si había alguna interferencia, habría guerra.

“Podemos destruirnos el uno al otro”, dijo Kennedy. Y Khruschev, que de provocar entendía un poco, contestó: “Estoy de acuerdo. Si ustedes quieren guerra, es problema de ustedes”.

En ese momento, Kennedy debió recordar el consejo de De Gaulle y dar por terminado el encuentro. Pero contestó: “Entonces, señor primer ministro, habrá guerra. Será un largo invierno”.

Temor a una guerra nuclear

Cuando volvió a Washington, el americano preguntó la cantidad de muertos que podía provocar un conflicto con la URSS: 70 millones, le contestaron, casi la mitad del país. Kennedy supo que no habría guerra y el muro, todavía en ciernes, ganó más cuerpo.

En las dos semanas que siguieron a la cumbre de Viena, veinte mil berlineses del Este se pasaron al Oeste: eran casi todos hombres, casi todos jóvenes, casi todos profesionales, la mitad menor de 25 años. Llegaron al Oeste a través de los noventa pasos habilitados para acceder al otro lado en calles, rutas y vías del ferrocarril.

Para calmar las ansias de Kennedy y su temor a una guerra nuclear, temor que lo acompañó durante todo su gobierno, un informe secreto le hizo llegar una crítica y un consejo. Decía: “En esencia, el plan actual nos hace tirar con todo lo que tenemos y en un solo disparo. Y eso hace muy difícil cualquier otro recurso que hable de flexibilidad”.

Lo firmaba un consejero de 37 años, profesor en Harvard, llamado Henry Kissinger; era alemán y había servido como sargento en el ejército de Estados Unidos destacado en Alemania.

El 25 de julio, Kennedy habló a su nación sobre Berlín. Dijo que era el sitio “donde se prueban el coraje y la voluntad de Occidente. Tenemos claro qué debemos hacer y lo vamos a hacer”. Garantizó la paz: sólo habría guerra si otros la provocaban. Anunció un aumento de tres mil millones de dólares en gastos de defensa, incrementó el número de miembros de las fuerzas armadas, triplicó el reclutamiento y destinó 207 millones de dólares a la defensa civil: fue un llamado a las armas para que lo escucharan en Moscú.

“Un ataque a Berlín será visto como un ataque a los Estados Unidos. Deseamos, como siempre, el diálogo, si es que el diálogo ayuda. Pero tenemos que estar listos para resistir por la fuerza, si usan la fuerza contra nosotros”, advirtió.

Al día siguiente, más de tres mil hombres, mujeres y chicos cruzaron en masa de Berlín Este al Oeste; muchos fueron bajados de los trenes y los autobuses, en especial los más jóvenes, por las tropas soviéticas y los “vopos”, la policía militarizada del Este.

El 10 de agosto, cuando ya había acordado alzar el muro con las autoridades de la República Democrática Alemana, Khruschev extendió sus amenazas a Europa: “Las leyes de la guerra son crueles. Morirán cientos de millones de personas para defender nuestra seguridad. Deberemos atacar las bases de la OTAN dondequiera se encuentren”, con lo que la amenaza se extendía a Francia, Gran Bretaña, Alemania Occidental, Italia, Grecia, Dinamarca, Bélgica y Holanda.

El rumor sobre el cierre de la frontera en Berlín había llegado a Washington, lo había divulgado a la prensa el senador William Fulbright. Un periodista le preguntó a Kennedy si el gobierno evaluaba esa posibilidad y si existía una política para fomentar, o no, el paso de alemanes del Este al Oeste. Kennedy dijo: “El gobierno no intenta impulsar o desalentar el movimiento de refugiados y no conozco que haya planes sobre eso”. Pero no dijo nada sobre el cierre de fronteras en Berlín.

En la disyuntiva Muro o Guerra, había ganado el Muro.

Las alambradas de púas que hace 59 años dividieron la ciudad no eran casuales. Eran una estrategia de Moscú: si Occidente se movilizaba en contra, si las Naciones Unidas exigían de inmediato la apertura de Berlín, si se alzaba una ola mundial de protestas, Khruschev podía dar marcha atrás.

Más allá de las protestas formales, el silencio hizo que, el 8 de setiembre, los alambres dejaran paso al cemento armado. La táctica de Khruschev había dado resultado: “Berlín son los testículos de Occidente –dijo una vez–; cuando quiero que Occidente grite, aprieto Berlín». Y apretó.

El Muro cayó en la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989. Los berlineses ayudaron a echarlo abajo. Sobre sus escombros, cantaron a Beethoven.

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