Por: Luis Pardo Altamirano
Una pandemia que arrasa con su estela de muerte, impotencia y dolor en cada rincón del planeta. Nadie lo esperaba, ninguno imaginaba que llegaría de manera implacable con encierro, falta de empleo, pánico y tantos añadidos que gradualmente han desenmascarado también a esa enfermedad social infecciosa Marca Perú.
Un collage de la tristeza y fatalidad, con imágenes increíbles, agudizadas, pavorosas, repugnantes; propias de la miseria humana. Una exposición de hechos de toda índole. Como esa gente varada de esperanza eterna, durmiendo en calles y parques. Luego, aquel éxodo masivo con miles de personas retornando a pie a sus pueblos, con madres y niños en brazos sin agua y comida.
Y mientras la cuarentena cansa, por más comodidades que se tenga, los medios también participan con sus conductoras estrellas y sus reporteros chillones que corren y persiguen a tanto imberbe en toque de queda. Lográndose así una excesiva información que angustia a diario con un conteo de fallecidos imparable.
Saturación de realidades frustrantes, perturbación de casos como el ver a esos guerreros de primera línea dándole cara a la muerte en defensa nuestra, sin mascarillas y atenciones; mientras los superiores negocian adquisiciones en plena emergencia, frotándose las manos, para luego salir tranquilos ante las cámaras y decir -Estamos trabajando, hemos dispuesto…¡caraduras!
Mientras tanto, allá en las alturas donde las covachas son de cartón y lata en techo, la tragedia del Covid-19 se manifiesta con hambre y carencias de agua y luz, con conservas de atún más gusanos, como esos alcaldes de la misma condición. Allí no hay distanciamiento social sino un abismo latente que se amplía.
Vaya crueldad la de este virus que nos refriega en la cara no solo la crisis humanitaria que nos parte el alma, sino también el colapso evidente, por años, de un Sistema de Salud que es mera nominación, falacia, caos. En fin, amables lectores, nos disculparán porque ya es más del mediodía. Prendamos el televisor.