Alicia Medina, la última de nueve hermanos, prefería el campo y enterrar sus manos en la tierra húmeda. Era una niña de seis años cuando su padre la llevó por primera vez a la chacra familiar, en el distrito de Cupisnique, en Cajamarca. Allí cultivaba maíz amiláceo, un grano dócil y esencial en la alimentación de las comunidades rurales.
“No me gustaba quedarme en casa —recuerda ahora, con 58 años—. Mejor era salir a sembrar, estar en la chacra me hacía feliz”. A esa edad reconoció los desafíos de la agricultura y la condicionada rentabilidad de los cultivos. Pero aún no era capaz de entenderlos.
Después de la escuela, acudía al secado y desgrane de la siembra. Jugueteaba con las corontas. Una tarde le prometió a su padre que iría a la universidad para reconfigurar ese panorama.
“Por supuesto era un simple dicho, pero soñaba”, dice más de medio siglo después, convertida en ingeniera agrónoma, investigadora del Instituto Nacional de Innovación Agraria y descubridora de la variedad de maíz morado INIA 601, un producto mejorado genéticamente en el que trabajó a lo largo de trece años y que el mundo conoció gracias a un whisky.
Parece un código, pero es una variedad peculiar: tiene un alto valor nutracéutico y un cuerpo cargado de pigmento natural o antocianina, lo que permite emplearlo sin desechar la tusa, la panca o el grano. “En rigor, la presencia de más antocianinas significa más materia prima y, con ello, valor adicional para los productores”, precisa Medina, magíster en planificación para el desarrollo.
Para conseguir este ‘supermaíz’ hicieron falta 42 ensayos en la Estación Experimental del Instituto donde trabaja. La académica del Programa Nacional de Maíz y Trigo lideró una estrategia que, en principio, consistió en agrupar dos poblaciones de granos —una de Áncash y otra de Cajamarca— para sembrarlas en un lote donde se cruzaran con soltura.
“El maíz tienen libre polinización, de modo que se mezclaron rápido —dice la ingeniera—. Luego el equipo realizó procesos de recombinación para obtener mejores resultados y la llevamos a campo para compararlos con otros. Fue un trabajo arduo y alentador”.
Había surgido una nueva variedad de maíz con alto potencial comercial —en el país existen más de 50—: fue lanzada oficialmente a inicios del segundo mileno e inscrita en el Registro de Cultivares. De 2016 a 2019, los estudios se focalizaron íntegramente en la antocianina, ese agente quimioprotector que puede reemplazar a los colorantes sintéticos.
La evidencia científica cambió la agricultura de la región: la semilla certificada del INIA 601 copó los campos de Cajamarca —hoy se cultiva en 12 de las 13 provincias—; llegó a Áncash, La Libertad, Lambayeque, Arequipa, Ayacucho, Pasco, Apurímac, Huancavelica y Lima; y despegó despachos a los mercados globales.
El ‘supermaíz’, declarado semilla del Bicentenario, también produjo que Alicia Medina sea reconocida por su aporte a la innovación agraria desde el Colegio de Ingenieros y el Gobierno chileno. Transnacionales con sede en Lima empezaron a adquirirlo para extraer el pigmento y enviarlo a Estados Unidos, Japón y España.
El rubro de bebidas
Otro porcentaje era destinado a la industria cosmética y al proceso de panificación —para amasar bizcochos y panetones—, pero no había registro en el rubro de bebidas alcohólicas hasta junio de 2019, cuando la ingeniera conoció a Michael Kuryla, un estadounidense radicado en Lurín que trabajaba con granos andinos en su destilería.
Fue durante una reunión latinoamericana de maíz, donde Medina expuso su hallazgo.
Kuryla, un aficionado al valetodo y dueño de la fábrica Don Michael, entrevistó a los productores e inició la negociación de harina gruesa de INIA 601. Después se marchó a experimentar. Cuatro meses después, obtuvo un destilado estilo bourbon que, bautizado como Black Whiskey, fue reconocido como el mejor del mundo en la Competencia de Licores 2022, realizada en Nueva York.
Brad Japhe, periodista especializado en bebidas espirituosas, ha halagado esta bebida a base del ‘supermaíz’ (en un 60%), trigo nacional (30%) y cebada malteada. El Black Whiskey está ahora en diez países, entre los que figura Taiwán, Australia, Alemania, Inglaterra, España, EE. UU., Canadá, México, Polonia; y se degusta en restaurantes selectos como Central, Rafael, La Mar y Astrid&Gastón.
Aunque es probable que muy pocos catadores reparen en la ingeniera detrás del destilado.
Medina viste camisa y habla pausado. Con el último reconocimiento apunta al desarrollo sostenible de las comunidades de Cajamarca, pero sobre todo a visibilizar la presencia de más mujeres en la academia en un país con el mayor índice de ingenieras egresadas de Latinoamérica.
Pretende, además, que ese grano andino ingrese a la industria farmacéutica: “No es un sueño lejano, lo sucedido con el whisky repercutirá en los consumidores, en las autoridades y empresarios que irán apostando por este producto”.
La investigadora que creció entre pastizales está enfrascada en buscar tecnologías alternativas contra plagas —un aceite contra un gusano mazorquero, por ejemplo— y en diagnosticar el rendimiento y contenido de antocianina en el INIA 601 mediante la exposición de sus semillas a campos magnéticos, un trabajo conjunto con la Universidad Nacional Autónoma de Chota.
“El plan es que los productores extraigan las antocianinas a nivel local y las exporten desde acá, lo cual repercutirá en sus ingresos”, proyecta Medina. No recuerda si alguna vez la rozó la desigualdad de género. “Seguro hubo dificultades o algunas experiencias que me intentaron limitar, claro —dice un sábado por la tarde al otro lado del teléfono—. Pero ya las he olvidado”.
TOMADO DE INFOBAE