Día del Periodista y opinión pública

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C. Alfredo Vignolo G. del V.

La tarea del periodista es, en cierto sentido, “sagrada”, como lo sostuviera el Santo Padre Juan Pablo II

En el mundo del periodismo, este es un tiempo de profundos cambios. La proliferación de nuevas tecnologías afecta a todos los ámbitos y nos involucra a todos. La globalización ha aumentado la capacidad de los medios de comunicación social, pero al mismo tiempo les ha expuesto aún más a las presiones ideológicas y comerciales.

El periodismo no puede guiarse sólo por las fuerzas económicas, por el provecho y los intereses partidistas; debe experimentarse como una tarea en cierto sentido “sagrada”, ejercida con la conciencia de que se os confían los medios de comunicación social para el bien de todos, en particular para el bien de los más débiles de la sociedad: de los niños, de los pobres, de los enfermos, de las personas marginadas y discriminadas.

No se puede escribir o emitir sólo en función del índice de audiencia, a despecho de servicios verdaderamente formativos. Ni tampoco se puede recurrir al derecho indiscriminado de información, sin tener en cuenta los demás derechos de la persona. No hay libertad, incluida la libertad de expresión, que sea absoluta: en efecto, ésta está limitada por el deber de respetar la dignidad y la libertad legítima de los demás. No hay nada, por más fascinante que sea, que pueda escribirse, realizarse o emitirse con perjuicio de la verdad. Y no sólo a la verdad de los hechos reportados, sino también a la verdad del hombre, a la dignidad de la persona humana en todas sus dimensiones.

El periodismo es un servicio de incalculable trascendencia, porque, además de las enormes posibilidades benéficas para el hombre y para la sociedad que encierra la extensión y la globalización de la información, se le plantea al mundo de la comunicación social la necesidad de no limitarse a informar, sino de promover los bienes de la inteligencia, de la cultura y de la convivencia, creando a la vez una recta opinión pública.

La opinión pública se crea desde una exquisita rectitud moral, pues se trata de un fenómeno propio de las sociedades modernas que afecta la conciencia colectiva hasta el punto de poder estar tanto al servicio de un discernimiento objetivo de la actualidad por parte de los diversos miembros de la sociedad, o por el contrario estar al servicio de procesos de engaño colectivo por el que los juicios inciertos y desajustados pueden falsear la conciencia sobre la realidad de grupos y sociedades enteras.

La forma de pensar no es neutra moralmente, sino que requiere también un sincero proceso de verificación y de objetivación y que para valorar la moralidad en la creación de esta opinión hay que tener en cuenta la especial vulnerabilidad de los grupos sociales con menos formación crítica, así como su influencia en la opinión pública, en el clima de opinión.

Esto demuestra la grave responsabilidad de los que, por su cultura y su prestigio, forman la opinión pública o influyen, en cierta medida, sobre su formación. Las personas, en efecto, tienen derecho a pensar y a sentir de conformidad con lo que es verdadero y justo, porque dicha forma de pensar y de sentir dependen del obrar moral. Este será recto si la forma de pensar está de acuerdo con la verdad.

Es necesario no esconder bajo la justa reivindicación de la libertad de expresión y de opinión, la renuncia a una consideración ética sobre el ejercicio periodístico de la opinión. Esta no es ajena a los fines propios de la comunicación social de la que forma parte, sino que también tiene que conducirse según una básica orientación de servicio público al progreso humano y social de la comunidad, que supone concretar los principios básicos de la teleología de la comunicación social en aplicaciones concretas para la orientación de la opinión pública.

La libertad de comunicación que todos consideramos bien supremo y derecho insuprimible, es condición para actuar y expresarnos según los dictados de nuestra conciencia, inteligencia y voluntad.

El ejercicio del periodismo alcanza una posibilidad trascendente en la medida que este se ejerce como privilegio y se debe disfrutar con honor y generosidad para el bien y no para el mal, para enaltecer y no para hundir, para orientar y no para desquiciar, para educar e instruir y no para confundir y arrastrar hacia las tinieblas de la duda o de la morbosidad, para formar y no para “darle al público lo que le gusta” o “lo que pide”.

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