‘Motta’: Un ángel en el cielo (†)

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Por: Luis Pardo Altamirano

Sé que en estos momentos, poco quizás pueda importar la muerte de un animal, en un contexto donde mucha gente que amamos fallece por la pandemia que les quita la vida de manera atroz, lo sé. Pero, hoy que tengo este penar -entre la familia, mi mundo de soledad y tanta gente buena con que cuento-, comparto mi cruento dolor, al quedarme sin su compañía, sin su libertad, personalidad y tierna simpatía.

El último domingo hice de sepulturero. La tarde era triste para mí, entre las 6 y las 7 de la noche llegaba la oscuridad con una profunda pena en el alma. Ya había reunido las herramientas, era el acuerdo de familia tras la recomendación del veterinario amigo.

“Mira Lucho, en estos casos, no cuentan las emociones o sensibilidades. Ustedes ya cumplieron, ella tiene más de 12 años, háganle el camino más fácil, tranquilo, sin mayores sufrimientos, con el bienestar que se merece, con la paz de ese último transitar, rumbo a esa eternidad que guarda el corazón… duérmanla”.

Ciertas las palabras de aquel profesional en la materia, ignorante de las vivencias que tuvimos con ella. Y entre llantos, tiraba la primea picada recordando que por entonces a la jefa del hogar, con los nenes chicos, le ofrecieron en el mercado de Barranco la oportunidad de escoger entre dos mellizos; eligiéndose a una perrita blanquita de color, con unas manchitas marroncitas; acordando llamarla ¡Mota!, sensitivo ser de piel frágil y singular, como ese instrumento complemento de pizarra de antaño.

Pero, para hacer más propio su nombradía, como nuevo integrante del hogar, sugerí agregarle linaje y fama a su nombre de pila, agregándole simplemente una letra a su denominación. Desde entonces, la mascotita dejó de ser cualquier cachorrita callejera de barrio ¡No! Cuidado, no se equivoquen, ‘Motta’ (con una t más en su reputación) ya era una mascotita de alcurnia que llegó para ser parte de la familia, del paisaje hogareño, callejero, distrital.

Sin embargo, la realidad y el tiempo me remitían de nuevo a ese momento de despedida dominical, cavando yo un espacio, su espacio por derecho propio, en esa tierra donde seguramente más breve que tarde se juntará conmigo. Y, con una nueva lampada entre las plantas, volvían a mi memoria esas imágenes de ella ondulando su cola levantada de alegría, la misma que le servía para tocar la puerta cuando regresaba, vaya que sí, toda una damisela.

Y, mientras seguía cavando, dando turno a la barreta para ampliar el hoyo de su descanso, recordaba su crecimiento junto a mis nenes cuando yo ausente retornaba y la contemplaba, respondiéndome ella tácitamente con su mirada: “Tranquilo, que yo los cuido”; siendo así efectivamente.

En ese domingo de sepulcro, atestaba yo más el pico, la lampa y la barreta para rendir honores a ese pelaje de nariz fría en su sepultura, recordando entre lágrimas una fecha en el hogar, en que de pronto, al caer la tarde, la vimos impaciente, cómo recorría la casa apurada casi sin control…

Y era que, ella percibía algo extraño en nuestro predio, y tras rascar la puerta (pidiendo abrirla) se dirigió ipso facto a nuestra lavandería contigua al que había ingresado un ladrón a llevarse la ropa. Parecía un oso salvaje, se transformó, y en nuestra defensa le destrozó los miembros al arrepentido forajido.

O cuando, estando en una campaña de atención que organizó el municipio de Surquillo, el veterinario con indebida voz gritó: “¡Y esta perra… cómo se llama, para anotarla?”, a lo que yo respondí –“Por favor señor, no me cuente su vida, pero mi mascotita se llama Motta, con doble t, porque ella es de origen italiano”, mientras la gente sorprendida pensaría entre risas y sonrisas, qué locura.

Era un ángel, que ante las circunstancias últimas de mi existencia, me acompañaba en mi soledad; brincando cuando íbamos a la tienda de la esquina, saltando casi hasta mi pecho de alegría; y si la tristeza me embargaba ella se acercaba con su cabecita sumisa como diciéndome no estás solo, y si en el escritorio estaba yo contento moviéndome al compás de un ritmo que el equipo emitía, ella igual se presentaba acompañándome con su ternura festiva.

Cómo olvidar sus requerimientos de alimento -jamás comí nada si antes no le daba su merienda-, granos, guisos, sopas o huesos y agua para la sedienta. En fin, esta historia de amor de 4 patas concluye, llevándose ella ese inmenso cariño mutuo que nos caló el alma, esa fidelidad propia que trascendió en mi vida de familia.

‘Motta’, te llevas mi corazón que albergaba cariños, besos, dedicatorias humanas, agregándole tú: lamidas, colas enarboladas, ladridos de amor y esa felicidad secreta que compartimos, y que ahora extraño.

Esta fue la historia de ‘Motta’, mi perrita, que en palabras de Neruda era quien

“… me miraba dándome la atención necesaria

la atención necesaria

para hacer comprender a un vanidoso

que siendo hembrita ella,

con esos ojos, más puros que los míos,

perdía el tiempo, pero me miraba

con la mirada que me reservó

toda su dulce, su peluda vida,

su silenciosa vida,

cerca de mí, sin molestarme nunca,

y sin pedirme nada”

Descansa en paz divino ser.

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